sábado, 2 de marzo de 2024

Y de perder el tiempo

Hay un tic-tac de fondo aquí que me está matando. He parado todo, he apartado la mirada del horizonte para preguntarme dónde estoy. Pero ese reloj está sonando y no me deja pensar. Creía que no tenía energías para levantarme y sacarlo de este lugar, pero voy a hacerlo. Voy a hacerlo. Necesito el silencio más puro posible. 

Bien. Sigamos ahora, como si fuera posible un tiempo detenido. 

Estoy en un salón enorme, en una casa enorme, en una ciudad enorme. Todo está terriblemente vacío, hace frío y no alcanzo a ver el final. No soporto el tiempo desocupado. No lo soporto porque tengo que enfrentarme entonces a una verdad difícil de asumir, o mejor dicho, difícil de vivir con ella. Soy consciente de que mi vida es una contradicción descomunal: yo aspiro a la calma, la simpleza, al descanso, al silencio. Y al mismo tiempo tengo ocupada cada hora de mis días. También soy consciente de que esto no es más que una huída radical hacia adelante. Pero no es sano este no-soportar-el-silencio. Soy lo que Byung-Chul Han llama de un modo concreto, que ahora no recuerdo, al individuo que basa su existencia en la sensación de ser productivo (esto, por cierto, no recordar las cosas, la pobreza intelectual que cada vez se hace más grande dentro de mí, no me agrada en absoluto). Yo no lo hago por la propia producción en sí misma, sino por ocupar espacio. Y en este mundo tardocapitalista lo más sencillo para ocupar el espacio es producir. Y soy productivo, trabajo y trabajo, genero y genero, pero cuando paro, cuando se supone que por fin puedo descansar, se abre de nuevo el abismo ante mí. Y caigo, y como es infinito me golpeo todo el tiempo y sangro y estoy repleto de heridas y se me abren las cicatrices y se me deforman los rasgos y mi cara ya no es mi cara ni mi cuerpo mi cuerpo ni yo soy capaz de identificar quién soy yo. Solo aparece una certeza: el deseo de dejar de sufrir. De aislarme de todo, de a pesar de necesitar calor, enterrarme en el frío absoluto. Y desaparecer. Y dejar de sufrir. Y de perder el tiempo. 




Ten cuidado con el vacío

de una vida muy ocupada.

lunes, 11 de septiembre de 2023

La mala distribución

[10 de agosto de 2023]

Me preguntan que cómo estoy, que cómo lo llevo. Respondo que bien. Aséptico. Soy eso: aséptico. 

He visto que gira entorno a mí el miedo a perderlo todo. No penetra, no me impregna la preocupación. Tan solo dos días de vacaciones son suficientes para pararme y pensar, y concluir, y enterrarme una vez más en vida. No leo –nada introspectivo, quiero decir– desde hace dos o tres años. No contemplo en el mundo el espejo de uno mismo que es porque estoy demasiado ocupado siguiendo este camino sin rumbo. Está todo perdido, es evidente. La clave de esta nueva estrategia era, pese a todo estar perdido, seguir adelante sin más. Sin más, insisto: sin nada más. 

Vivimos en un infierno. Aquellos espacios que no son infierno están siendo devorados por el fuego. Hemos perdido y solo nos queda agonía. Y es imposible seguir adelante sin más cuando todo lo humano es sufrimiento y agonía y dolor y vacío. 

La verdad era lo único que me atraía. Conocerla, destriparla, que me destripe mientras la descubro arrasando toda aspiración. Estos últimos años solo he podido trabajar y competir. Ser un autómata. Era un modo de evitar el dolor, pero no sirve. Ya no sirve. En cuanto paro, en cuanto me detengo en este camino sin sentido, me arrasa la verdad. Me engulle, me entierra vivo en un desierto. 

Estoy cansado de que nada sea satisfactorio, de que no haya un propósito, que no haya finales erguidos por causas dignas. El mundo fuera sigue siendo un infierno. Es inhabitable. Estoy agotado. De no poder vivir. De no saber vivir. 


[11 de septiembre de 2023]

Recupero el texto. Lo anterior era un borrador, no pensaba publicarlo. Pero hoy me encuentro en el mismo punto, tal vez más profundo, más hondo. Y en la otra punta del país. Unos días más tardes de escribir los párrafos de arriba volví a darme una oportunidad. Pese a saber que no sé vivir, que no sé disfrutar, planifiqué un viaje al norte de España, pensando que quizás la naturaleza, el frío, la lluvia, me ayudasen a estar algo más en paz conmigo mismo. Nada más lejos de la realidad. 

Estoy con los pies fríos, angustiado, escribiendo. De verdad que he puesto de mi parte. Especialmente la voluntad y las horas extra para costear esto, aunque sobre todo la voluntad. Incluso me he traído para leer un manual de estoicismo de Epicteto. Suena ridículo. Lo estoy llenando de interrogaciones en rojo. ¿Cómo modificar mi pulsión o mi emoción a través de razonar que algo es natural, por triste y angustioso que resulte? ¿Cómo neutralizo esta pena? ¿Cómo le doy sentido a lo que no tiene razón de ser? Me vuelven a sangrar los dedos. 

Debo tener un recordatorio permanente de qué no hacer en el que estará incluido todo aquello que haría alguien que disfruta de la vida. Qué pérdida de tiempo, de dinero, de recursos, de energía... No tengo ninguna pasión, ningún estímulo positivo, ningún porqué. Esto quema tantísimo... Sé que me repito. Miro mis pies, helados. Miro el camino: lineal y aburrido. Todos los días son el mismo día. Encerrado en mi habitación o haciendo el mayor esfuerzo de mi vida para salir de esta bruma inhabitable. Pero es infinita, abarca todo lo que soy y lo que puedo llegar a ser. Todo está perdido, lo sé. Qué cansancio. Estoy muy cansado. Sigo vivo, seguiré vivo. Pero qué desperdicio. Qué harto de tanto sinsentido. Qué aburrimiento, qué pesadez la vida, la existencia, qué densa, qué insoportable. 




P.D. No recuerdo quién, y supongo que da igual en este contexto y a estas alturas, dijo que si la verdad destruye algo, ese algo merecía ser destruido. ¿Lo merezco? 



lunes, 6 de marzo de 2023

En el cielo

Miro al cielo, te intento dibujar: 
        eres una pequeña nube blanca. 
La noche hoy acoge una lluvia lenta. 
Miro al cielo, lloro con él.

No estás. Tu cuerpo, tu cara,
tus ojos perlados mirándonos,
tu calor no está. No están ya
tus cosas, tu cama, tus huellas.

Hay un vacío inasumible, 
tenemos el pecho helado
en esta casa cada vez más grande. 
Llegan las diez: ya no hay que hacer nada.

¿Cómo la vida se vuelve
una trampa así de injusta?
Algo tan puro no debería
conocer ningún final.

Cierro los ojos.
Eres una pequeña nube blanca
                                      inalcanzable. 




Como hojas que danzan al viento
así nos elevará el tiempo y nos hará rodar
y rodar y rodar y rodar y rodar

martes, 3 de enero de 2023

La parábola del tonto

Apenas te leo una vez, pero es que no es otoño, amor, es invierno. Estaba tocando con los cuatro acordes tontos que sé una canción en el sótano de mi casa, de uno de esos grupos que te resultaban raros, y aunque en el fondo creo que siempre he sabido que vivíamos en un videoclip suyo, hoy lo he sentido un poquito más fuerte. Estamos dando vueltas en círculos y el frío hace todo tan denso que no podemos ver nada. ¿Estoy pisando yo sobre tus huellas o eres tú quien va tras de mí? No sé qué persigues, si es que puedes perseguir algo más que un anhelo. Un anhelo de un anhelo, si de verdad es que no había nada. Maullamos, nos vestimos inocentes, paseamos ciudades como fantasmas. 

Te leo una vez en la entreplanta de un hospital. Vivo aquí rodeado de pérdida. Nace una armonía, no sé de dónde, pero provoca una tristeza extraña, como si fuera consciente –de nuevo– del trocito de mí que ya no tengo, que ahora viaja contigo, supongo, desde hace tanto tiempo. 

¿Qué te guardas ahí? ¿Qué escondes en tus manos de niña de nieve? Yo he sido obediente y cumplidor, un auténtico escapista de éxito. Tan solo me paseo a leerte una vez al mes, no sé si como el que limpia el polvo de una foto en la que alguien sonríe, como el que oculta una foto en su cartera, o como el que ya no quiere una cámara instantánea porque no tiene fotos que guardar. 

Tengo un quejido dentro que grita y me dice idiota. Por muchos motivos podría ser, lo sabes, pero me lo dice y me lo argumenta y lo rumio algunas noches y hoy, de vacaciones y antes de una reunión a las ocho de la tarde, lo interpreto, lo traduzco, le doy forma. Tengo un quejido dentro que me dice, lo peor es que los dos podríais estar muertos. Y no lo reflexiono más.  





Maldita nieve de este largo enero,

nos cubre el hielo de un silencio aterrador.

lunes, 13 de junio de 2022

Envejecer, morir

Está siendo especialmente complicado. Envejecer, morir, se está alargando más de la cuenta. Fíjate: mis ojos cansados llevan años diciendo adiós. ¿Por qué mienten? ¿Son acaso unos impotentes? No pueden dejar de vivir, no quieren convertirse en un puñal en la garganta de unas pocas personas. ¡Ay! Envejecer, morir.

Todo es temporal. Menos mal, la verdad sea dicha; la pena es que dure tanto el dolor y las alegrías sean radicalmente fugaces —cuando las hay, si es que las hay—. Pero todo pasa. A fin de cuentas, un día dejará de dolerme todo tanto, dejaré de sentir todo en general. Morir al fin. ¿Caerá un gran telón? ¿Solo la nada? ¿La nada es negra, o es blanca? Creo que es negra. Cuando cerramos los ojos puede que nos acerquemos a algo parecido a la nada, una oscuridad penetrante, infinita. Todo es temporal pero esto dura ya demasiados años. Yo lo intento, de verdad. Hay pruebas. Heridas crónicas, cicatrices fallidas, una agonía disfrazada de cotidiana tristeza, livideces bajo mis ojos... Hay pruebas. A veces pienso que tal vez solo es un desajuste entre el "yo" que existe y el "yo" que siente: el primero ocupa una corporeidad que no le pertenece, porque el segundo está muerto —¿casi?—, y luchan por imponer cada uno sus realidades. Esa asincronía es dolorosa. 

Tal vez, tal vez, tal vez... Pasa el tiempo y voy avanzando y voy haciendo cosas e intento no estar parado pero todo por dentro, todo, absolutamente todo, está en un permanente derrumbe. Soy una estatua que por dentro se deshace y no acaba de romperse. Mi rostro, ¡ay! ¿Qué dice ya mi rostro? No lo sé, me miro al espejo y no sé qué hacer con este cuerpo, con esta corporeidad, con esta existencia. Yo estoy cansado, estoy agotado. Tengo que trabajar. Vivo para trabajar. Ahora mismo no es el único motivo de que esté vivo pero pronto lo será, y es asolador. No disfruto en absoluto la existencia. Vivo hacia adentro para observar mi dolor y lamerme las espinas y hurgar en las heridas ya infectadas y cronificadas, sin arreglo. Estoy cansado, y estaré cada vez más cansado. Estoy aplicando una visión científica, proyecto una tendencia que lleva años repitiéndose en mí: cada vez más soledad, más dolor, más cansancio. El modelo es errático, lo reconozco. Según las predicciones, cada bache —dentro del hundimiento permanente, entiéndase— es el último, cada vez es la última y temo no poder continuar. Y de veras que en el fondo nunca he sentido que me quedase una leve chispa, una pequeña cantidad de energía con la que continuar —no salir; de aquí es imposible salir—. Pero últimamente esto es demasiado profundo, hondo, oscuro. Y me temo que esta va a ser otra última vez, pero no la última. Deseo terminar con todo, que deje de doler, que no se me pudra el pecho como se me pudre cada día, que no malgaste mi cuerpo existiendo solo para lo que me obligo hacer. Estoy cansado de obligarme a ser, a existir, a no poder descansar. Quiero que deje de doler. Envejecer, hecho —¿hecho?—, morir, en proceso. Qué largo camino. Todo es temporal. 

La sensación de no-pertenencia a un mundo hostil es en parte agradable, por no formar parte del infierno, y al mismo tiempo resulta insoportable, porque dentro del infierno es imposible el bien. Yo solo quiero que el bien triunfe, pero es imposible ya. Por eso tampoco tengo fuerzas para luchar —pero lucho, aunque sea dejando mi cuerpo en la calle; de cualquier modo, me avergüenza que mi mayor acto político se limite en tantas ocasiones a existir sin más—. Y también me someto. Me someto permanentemente. Desde que voy a trabajar, hasta que asumo la barbarie encerrándome en mi cama, intentando eludir el mundo y la miseria que deja este orden tan cruel. Y no lo soporto. Tanto resistir a veces es una derrota; no hay orgullo alguno en vivir con esto. Me cuesta mucho vivir, tal vez por algo endógeno, pero que el mundo se haya consolidado como el infierno de los vivos es una cosa que no ayuda. Estoy cansado. De resistir, de permanecer, de quemarme con todo porque todo arde y mi piel es frágil, y mis ojos se abruman con la luz del fuego, y me asfixia pensar que hoy, tras el fuego, todo se convierte en ceniza. Estoy cansado. Lo repito: estoy cansado. No sé cuánto tardaré. Envejecer, morir... 




Envejecer, morir,
es el único argumento de la obra.

jueves, 31 de marzo de 2022

Cuantísimo he perdido

 Hace tiempo que no tengo tiempo para pensar. Y lo cierto es que llevo un par de meses en los que el tiempo libre me sobra. Lo he invertido en varias cosas. No vienen al caso. Pero he pensado, sí. Me he preguntado por mí, por este camino, por todos los caminos que han sido posible y que por la decisión del sentido único no se hicieron realidad. Uno puede marcarse un objetivo. Sacar esta carrera. Y fallar. Y volver al origen para empezar de nuevo. Pero nunca es del todo de nuevo. Y elegir otra carrera. Y acabarla. Y caer en la enorme torpeza de plantear la vida como una línea imperturbáblemente recta en un mapa riquísimo de experiencias, de personas, de cosas bonitas. Así he sido yo.

Es cierto que yo y mis circunstancias. Es cierto que demasiados cambios drásticos de planes. Es cierto que aquellos años actuamos peligrosamente. 

La depresión y la ansiedad generalizada son cosa mala. Te hacen emprender el camino como si tuvieras unas anteojeras, como los caballos, ocultándote todo lo que hay alrededor. Desde luego, poco importa la realidad en estos casos, pues lo verdaderamente importante aquí es cómo experimentamos esa realidad. Hablo ahora, desautorizado con razón por el pasado, desde un presente de relativa calma emocional. ¿Quizás se trataba de economía energética? Puede ser. La cuestión es que mi objetivo era terminar unos estudios. Eso era lo primero. (Ay, qué desastre.) Así que había que priorizar energías. Lo social, lo afectivo, lo político, lo personal incluso, quedaba todo relegado a un segundo lugar para el que no quedaban energías. Podríamos decir que estas son dos enfermedades mentales que pretenden quitarte todo lo importante, y el capitalismo se encarga de que así sea, de que cualquier mínimo intento de salir quede reprimido por la necesidad de ser productivo en lo académico o laboral. 

Y ahora que habito unos meses en los que ni tengo que estudiar, ni tengo que trabajar, pienso. Y, joder, cuantísimo he perdido. Cuantísimo, cuantísimo, cuantísimo. Con especial mención a la causante de todo esto: la enfermedad mental. Cuantísimo. No puedo sentirme culpable, sería absurdo. Había un titán pisándome el cuello. Ahora sigue, pero estoy tirado en un suelo de inacción, yermo de todo. Nada me cuesta hoy si nada intento, aunque respirar sigue doliendo igual. Tal vez sea que estoy reduciendo daños a base de no hacer nada. ¿Economía del sufrimiento? Sí, lo sé. Cuantísimo he perdido por no sufrir de más, por estar ya sufriendo demasiado. 

¿Todos esos amigos que no existieron, que no dejé entrar en mi vida? ¿Esos lugares que no he descubierto por estar encerrado en mi habitación, entre sábanas, lleno de pena? ¿Qué hay de los libros para los que no he tenido fuerzas para leer, o escribir, o recomendar? ¿Y el amor? ¿Sería el amor de mi vida y yo tuve que irme? Tuve que irme. ¿Y el amor? Estoy cansado.

Me hago mayor. Sé que constantemente todo el mundo se hace mayor. Pero me hago mayor, dentro de la parte de verdad que encierra el tópico. Ya no volveré a ser un estudiante, dentro del rol social de estudiante. Y no es que lo extrañe. Hace tiempo que no soy joven (¿lo he sido en algún momento?) porque no cumplo el rol social de ser joven. Me hago mayor, y aunque sea un tópico, pienso en todo lo que he perdido porque ya nunca más podrá ser, y nunca fue. Un poco como dice Amaia, ¿no? "Miro al suelo al andar, ya he conseguido aceptar que hay cosas que nunca me van a ocurrir." En fin. El tiempo pasa. La juventud se va, e insisto, no es que lo extrañe, pero el tiempo es muy traidor y al principio hasta me sentí mal por todo eso que no pudo ser. Quiero decir, como si yo, "un señor mayor", mirase mal a mi "yo joven" y le echase una bronca (con lástima, sin maldad) por no haber aprovechado la juventud. Por haber tirado tanto tiempo, tantos caminos, tantas opciones de, a fin de cuentas, vivir. Porque ciertamente la vida es un mapa enorme repleto de personas, lugares y experiencias maravillosas. Es un viaje, sí —por dios, cuánto tópico—. Y como en los mapas de carretera, podemos marcar con una chincheta nuestro destino y buscar el camino más directo, rápido y económico, y así es como yo elegí una ruta. Pero la vida es otra cosa. Una autovía es muy áspera, muy distinta de lo que realmente es la tierra que se atraviesa. Transitar es también un modo de habitar, de ser. Alrededor de la autovía hay tantísimo por ver... 

Pero la enfermedad mental no deja otra opción. Bastante me cuesta ya ponerme en marcha, bastante lento voy, pese a ir a todo lo que puedo dar. Es jodido. Voy a tener un poco de clemencia y voy a preguntarlo en vez de afirmarlo: ¿Cuánto he perdido? Quiero decir, se pierde lo que en algún momento se tuvo entre manos. ¿Yo? ¿Acaso tuve algo? Ah, amor, sí. Tuve que irme. Tendré más clemencia aún, seré justo: cuantísimo me ha arrebatado esta enfermedad. La vida entera perdida. El tiempo pasa, me hago mayor. El triste joven, ya adulto, ya cotizando, tiene ante sí un mapa que trazar. Sé perfectamente que mi vida va a ser igual que estos últimos cinco o seis años: una sucesión de decisiones bajo el único propósito de la supervivencia. No puedo vivir. Me haré más mayor todavía y no podré tampoco vivir. No podré construir nada. Aspiro a trabajar. ¿Qué otra cosa? ¿Amar? ¿Imaginas? Triste muerte. ¿Me hago mayor? Debería dejar de contar años, como hacen con los muertos. Me hago mayor, y hace años que no vivo. Maldita enfermedad mental, sentencia de muerte, tiempo engañosamente detenido. 





El sueño va sobre el tiempo 
hundido hasta los cabellos, 
hundido hasta los cabellos.
Ayer y mañana comen 
oscuras flores de duelo, 
oscuras flores de duelo.

sábado, 26 de marzo de 2022

Bien

— Ha pasado mucho tiempo, ¿cómo estás? ¿Cómo han ido esos planes?

Probablemente piense que no es para tanto. Que quizás engrandezco esta herida o veo todo más negro de lo que en realidad es. Bien. De tanto disociar, la mente se olvida de un cuerpo inexpresivo, inexperto en lo social. Bien. Mírame, estoy aquí, he venido por mi propio pie. Bien. Considero que será poco fructífera esta cita, y es por eso que la imagino y la recreo en este rinconcito de sombra. Cualquiera puede entrar. Bien. Dilo. Vamos. 

— Bien. Bueno, estoy aquí, así que bien no es un estado lógico. No he mirado demasiado las cuchillas de afeitar.

Bien. Es cierto, bien, no las has mirado. No las he mirado. Hace algunos años que pienso en la elegancia. Solo se muere una vez. ¿Sí? No lo creo. He muerto decenas de veces. Cada vez que vengo aquí es porque alguna vez creí que no quedaban vidas por arrebatarme, pero siempre miente la sensación de final. O siempre es el mismo final. Y siempre es la misma muerte, la misma vida arrebatada. Estoy cansado.

— Los planes. Hablamos de seguir trabajando las cosas que te hacían bien, ¿recuerdas?

Ah. Sí, mis objetivos a corto y medio plazo, ya. Los alcanzo, los alcanzo todos. ¿Y qué? Espero de ellos un mínimo de satisfacción. No. No satisfacción, no es eso. Espero de ellos un mínimo de realización, de certeza de no-estar-muerto, pero solo son una lista de ¿logros? Ah sí aprobé dos oposiciones, ah sí tengo plaza en lo-que-quería y donde-quería pero no sé a quién pretendo engañar si lo único que quiero es dejar de sufrir y de perder y de estar malgastando la vida los años la piel los huesos.

— Bueno, objetivamente bien. Muy bien, de hecho.

Sí. ¿Quién no estaría contento? ¿Quién no estaría orgulloso? Una vida activa, relevante, trascendente, rodeado de gente que te aprecia y que te valora, que piensa en ti como amigo, líder, cuidador, como alguien admirable. No. Por dios, no. Lo único que soy es un ejemplo de cómo una terrible angustia vital te pisa el cuello y te escupe y te ensucia y te aparta del mundo y no hacer nada por cambiarlo.

— ¡Vaya! Eso es genial.

Hemos llegado al punto en el que entro en segundo plano. Mi consciencia de muerte me dice al oido: ¡ah! Has vuelto a perder. Según cualquier lógica debería estar bien. Mejor. ¿Mejor? Mejor al menos. Tampoco es complicado, reconozcámoslo. Mi consciencia de muerte me dice al oido: ¡sí! Todo eso es verdad, pero para los vivos; tú estás muerto. Y me limito a darle la razón.

— Creo que podríamos ir retirando medicación.

Lo creo. Sí. En mi última analítica mi hígado ha empezado a avisar de que son demasiadas cosas lo que tiene que metabolizar. Desde hace demasiado tiempo. Así que, sí, creo que deberíamos empezar a retirar la medicación. ¿Acaso soy psiquiatra? ¡Idiota! No. No hace falta. Sí. Haré una retirada progresiva. Primero alternar 100 y 50, un día uno y otro día otro. Luego solo 50. Luego alternar. O no. ¿Y las de por la noche? No lo sé. Tengo miedo. ¿Tengo miedo? No lo sé. 

— Claro, tú ya sabes cómo. 

Estoy cansado de una sentencia tan pero tan pero tan definitiva. De saberlo. De no haber otra salida. Siempre hacia adelante y siempre desde el mismo lugar. Estoy solo. Me estoy quedando solo. ¿Más si cabe? No puedo cuidar a nadie desde esta desgraciada enfermedad. No puedo crecer, no puedo vivir. Mis planes, ¿sí? Objetivamente genial, subjetivamente para qué quiero una plaza si no quiero trabajar si no quiero ganar dinero si no quiero vivir en definitiva. La vida es una experiencia dolorosa para quienes tenemos esta suerte. ¿Conservo la capacidad de amar? ¿Acaso añoro afecto? Qué más da, qué más da. Estoy cansado. Pesa mucho todo. Duele mucho estar despierto. Bien… Todo bien. Pero duele demasiado.




Y me vuelvo a caer desde mí mismo al vacío, a la nada.

sábado, 23 de octubre de 2021

Dama de noche

Dicen que el olfato es el sentido más emocional. Existe una relación entre la memoria olfativa y la memoria emocional que se esconde en el sistema límbico (insisto, dicen). Es, desde luego, el más íntimo y el más cabrón. Anoche la luna estaba pletórica. Me llegó un viento cálido con su olor de noche de otoño malagueña y volví a partirme en dos. El recuerdo emocional de cuando éramos indiscretos y yo sabía vivir se clavó en mi garganta. Subí las escaleras y la dama de noche seguía en flor regalando ese aroma tan dulce. El recuerdo emocional, sí, de la paz de haber pasado una tarde contigo, vuelve estacionalmente, se reagudiza entre otoños y primaveras. Cuando era un niñato perdido y sin rumbo pero con la certeza de quererte, cuando al menos latía un corazón y unas manos lo acariciaban en mi pecho, cuando había vida y algunas luces. El recuerdo emocional de estar vivo puede olerse en esta ciudad húmeda, niña del mar. Soy un gato viejo y cansado y muerto y comido por el asco del mundo. Tú has domado a los demonios de los que hablabas con la cabeza apoyada en mí. Bien... Bien. Hay que saber reconocer una derrota, hay que saber morir, hay que saber respetar a los vivos y hay que saber ser un muerto. Habitamos mundos distintos: a ti la vida te reconoce como propia y a mi la muerte me acaricia la nuca con unos dedos de óxido. 


Yo he vivido hasta que nos dejamos. Maldita sea esta enfermedad. Te escribo con la seguridad de que probablemente sigas sin entenderlo del todo. Es la incomprensión del que sabe vivir, y por eso, amor, me alegra no ser entendido, que pienses que no te quiero, que no supe hacerlo, que tan solo era cuestión de voluntad. No. No cualquiera puede vivir con un enfermo, con un muerto. Seré sincero una vez más, yo soy una estatua de piedra hundida en un pantano. No puedes negarlo, yo no sé vivir, no puedo vivir, y es por eso que apenas tengo contacto con el mundo. Me agota tanto todo... Y esta pesadez, esta bruma, lo mancha absolutamente todo a mi alrededor. Si hubieras seguido aquí... ¿Te imaginas? Pobre. No. Pero no me des las gracias, por favor, no lo hagas. Es humillante agradecer al rendido, al que pierde, al que se sabe derrotado y lanza al barro su bandera. No me humilles, amor, que no puedo ya ni llorar de vergüenza. 


Voy caminando y me sobran los brazos. No me faltas pero me sobran mucho mi presencia y mis ausencias. Habito en un stand by en el que finjo ser un adulto funcional, excepto por lo social-afectivo. Una única amistad tengo, una única persona de verdad con la que puedo quitarme la máscara y que me acepte. El resto huye. El resto no quiere cosas feas, tristes, aburridas. No pasa nada. Pero el mundo, como tantas veces hablamos, sin amor no es más que existencia vacía y sin rumbo. ¿Yo qué hago? No respondas. ¿Yo qué hago? 





Aquella luz que iluminaba todo 
lo que en nuestro deseo se encendía 
¿no volverá a brillar?


domingo, 4 de julio de 2021

El luto propio

 —Y, bueno, Guillermo... Porque, ¿cuál es el origen de todo esto? ¿Cuándo empiezas a notar esto?

A posteriori me sorprendió que esa pregunta saliera tan tarde. Quizás fuera así por la urgencia de otros asuntos, o por la máscara, o por la evidencia de que la respuesta posiblemente no importase mucho.

—A tener consciencia de esto, o, mejor dicho, de las dimensiones de esto, hace unos seis años. Tal vez cinco. Pero llevaba ya tiempo aquí dentro, el cambio en realidad fue antes. Lo sé ahora echando la vista atrás. Al principio lo canalizaba proyectando asco o rechazo hacia los demás, lo merecieran o no. Ese malestar que no identificaba del todo lo gestionaba así. Estaba mal, pero tenía energía suficiente como para revolverme contra el mundo. En esa gestión violenta y explosiva he tratado mal a personas que no lo merecían, que me querían. A pocas, porque siempre he tendido al aislamiento y a la soledad. El caso es que esas mismas personas me trataron de abrir los ojos. Guille, tú no estás bien, me decían. Yo lo negaba. Se lo negaba a mis padres, se lo negaba a mi pareja. Y me lo creía. Le echaba la culpa al mundo; vivimos en una realidad tan cruel que es normal estar mal, que lo raro sería precisamente estar bien, disfrutar esta vida tan injusta y tan a rebosar de penas y angustias. En fin. Es cierto, el mundo es un desastre depresógeno, pero yo "no estaba mal", me veía más cuerdo y racional que nadie. Luego me quedé sin fuerzas. Me dejé caer. Aquello fue en Madrid. Fui consciente entonces de que sí, de que estaba mal, de que no me quedaba energía, y me limité a ser, como un trapo. 

—¿Identificas algún cambio vital importante que pudiera desencadenarlo?

Demasiados, pensé. 

—Coincidió con... Bueno, el irme a Madrid de hecho fue una huida hacia adelante, dejando todo atrás desordenado. Como cuando en las películas la policía llega a la casa del malo y se encuentran que no hay nadie, pero el café está todavía caliente. Algo parecido. Yo tenía antes un plan de vida que no pudo ser, así que aposté por algo completamente distinto. A priori parecía una buena idea, pero no tenía plan B. Ni entonces, ni antes. Ni ahora tampoco. Podría decirse que sigo en esa huida hacia adelante.

—Entiendo. ¿Consideras que estás igual, mejor o peor que entonces?

Matices, matices, matices... Ay, ¡qué difícil la rotundidad!

—Mejor, diría. Pero no sustancialmente. Sigo siendo un trapo que existe. Un trapo funcional, porque hago cosas, porque a ojos de los otros puedo parecer normal, sano. Sí. Pero sigo en la misma angustia y depresión de entonces. Desde hace, eso, unos seis años.

La mascarilla neutraliza más aún mi expresión. Suele haber una disonancia extrema entre lo que expreso y cómo lo expreso. Soy un muerto diciendo que ha muerto, y nadie puede imaginárselo. Disonancias, disonancias. Vi su mirada puesta en un punto tal vez aleatorio de la mesa. Poco tiempo, parecieron segundos, pocos segundos, pero quizás no llegó ni a uno. Sensación típica de cuando uno acaba de abrir una herida mortal, aunque sea lenta, lenta, lenta.

—Es que, ¿sabes a qué me suena? Parece que estás hablando de un duelo. Primero ira, luego negación, más tarde depresión... Lo normal sería avanzar hacia una fase de aceptación, pero no la alcanzas. Estás haciendo el duelo de ti mismo, de la vida que tenías planeada, pero esa vida ya no la puedes tener. Ese Guillermo está muerto.

A partir de esa respuesta me quedé sin palabras. Como un muerto que guarda su propio luto. Ese Guillermo muerto soy yo. Más adelante en la sesión me dijo que debía reconstruirme, convertirme en quien quiero ser. ¡Ay! Yo, que no quiero ser. Mis poemas lo dicen todo al hablar de la ceniza, de la herida que soy. 

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Quizás acertó de lleno con el diagnóstico —¿o metáfora?—, he estado dándole vueltas. Esta idea de un yo que ha muerto necesita del antecedente histórico de saber cómo era antes: risueño, inocente, curioso, feliz. Adulto precoz, infancia imposible. Se torció, y murió. Ahora soy esto que conozco desde hace unos seis años pero que en realidad tiene más tiempo. Tengo seis años de muerte y otros tantos de agonía, de gestación de esta muerte. Sin embargo mi consciencia permanece. ¡Yo! ¿Quién? ¿El muerto? ¿El que está por construir? Soy ceniza, un fantasma, un cadáver funcional. Pero estoy muerto. Y estoy guardando un luto, haciendo mi propio duelo. ¿Cómo matar a un muerto? ¿Cómo volver a nacer? Ser otro. ¿Ser otro? ¡Ay!





domingo, 6 de junio de 2021

Abismal



Ahora toca olvidarte. Es ridículo. Desmontar las ilusiones, desarmarlas del todo. Nunca fueron nada, un reflejo, un deseo. Sin embargo ya es certeza, ya es el fin del todo. Antes cabía la esperanza, ¿quizás? Mirases dentro de mí, te dejases ver a ti por dentro. Pero siempre perfecta, impenetrable, sin ninguna fisura. No había en ti hueco alguno por el que mirar, al que asomarse. ¿Serías qué? ¿Acaso es una invención mía? ¿Qué hay dentro de ti? Ya da igual. Te vas a otra parte, a cualquier otro lugar. No es aquí, y en realidad nunca lo fue. Siempre tan lejos... Distancia abismal. 


Yo soy una grieta. De mí se ha ido toda la luz. Es normal, amor, es normal que no quieras acercarte más. Es normal, amor, es normal. Maldita sea esta enfermedad... Maldita esta pena, maldita, eterna pesadumbre. 





Voy a echarte de menos. No sé por qué.